Creo que este capítulo del libro Verde Agua se puede considerar también un relato corto.
Hacia el final del segundo curso de bachillerato tuve ocasión de participar en alguna celebración en casa de mis compañeras. La primera vez me invitó mi compañera de pupitre, Marina, con la que estudiaba a menudo. Era hija de un magistrado y vivía en una casa que a mí me parecía un palacio. En el vestíbulo había espacio hasta para una mesa de ping-pong. Marina era una chica sencilla y generosa, que no me hacía sentir incómoda por la disparidad de nuestras condiciones económicas.
Sentí, en aquella ocasión, una alegría confusa, una gran turbación y el deseo de rechazar la invitación. A la timidez se unía la vergüenza de no tener nada adecuado que ponerme. Yo sabía que todas las chicas tenían vestidos elegantes y vaporosos para las fiestas. Hablaban de ello en clase, describían la fantasía, el tejido, la hechura.
Mi madre me leyó el pensamiento. Llevó al Monte de Piedad, como había hecho otras veces, su brazalete de metal blanco y amarillo, después de haberlo lustrado a conciencia con un paño para que brillara, y su abrigo de piel, probablemente de conejo, muy gastado. Esto le permitió comprarme una falda acampanada y un conjunto formado por una rebeca y un jersey de cuello redondo, de orlón color verde Nilo. Guardé aquel conjunto durante años, con celo, a pesar de que el tejido de fibra sintética, con los lavados, se volvió cada vez más largo y más ancho, hasta deformarse del todo.
También verde agua se llamaba aquel color, que para mí es aún hoy el color del amor.
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